por Aloma Sellanes, Montevideo (Uruguay), marzo 10, 2011 { http://tibetpatrialibre.wordpress.com/ }
Tenía 15 años cuando asumió el poder político de su pueblo. El 17 de noviembre de 1950, luego de que la invasión china se había convertido en una cruda realidad, y atendiendo al clamor popular que le imploraba que se convirtiera en su líder político de inmediato, sin esperar la mayoría de edad, Tenzin Gyatso, el XIV Dalai Lama del Tíbet y hasta ese momento solo líder religioso, pasó a dirigir una nación que intentaba no sucumbir a la dentellada mortal de su hambriento vecino.
Para hacer frente a la agresión no contaba con un poderoso ejército ni con una maquinaria bélica que respaldara una defensa aguerrida que pudiera culminar en la victoria. Ese adolescente que apenas había mirado el mundo a través de libros que halló en el Palacio Potala, gracias a su curiosidad juvenil, solo contaba con la inquebrantable lealtad y devoción de su pueblo y con su dedicada formación budista, a la que se había abocado desde sus seis primeros años de vida.
Desde ese momento apostó al diálogo con las fuerzas ocupantes, poniendo en juego la paciencia, la tolerancia y el respeto, al tiempo que se multiplicaban los relatos sobre los vejámenes que las tropas invasoras comenzaban a cometer contra sus compatriotas. A los 15 años, al asumir la suprema responsabilidad frente a su pueblo, entendió que no había otra respuesta que la no violencia; hoy, más de sesenta años después, sigue defendiendo la misma postura.
Pasaron varios años de intentos de entendimiento con el régimen chino, una visita a Pekín (en aquellos tiempos seguíamos el sistema Wades-Giles para designar a la capital china hasta que el pinyin la transformó en Beijing); el encuentro con Mao; las reuniones con Nehru, el Primer Ministro indio; los consejos de sus asesores; las consultas con el oráculo del Estado; la decisión de huir al exilio; la generosidad de los indios al recibirlo a él y a miles de refugiados tibetanos; las noticias del atentado permanente del país invasor contra la población, contra el budismo y contra la cultura tibetana en general; las atrocidades cometidas durante la Revolución Cultural; las delegaciones de exilados que volvieron a China para comprobar los progresos y encontraron en cambio la desesperación de sus compatriotas por haber perdido todas las libertades y haber padecido todas las agresiones; la esperanza de políticas más benévolas con Den Xiaoping y con Hu Yaobang; el nombramiento como máxima autoridad dentro de Tíbet de Hu Jintao y su fiereza para reprimir a los tibetanos; el esfuerzo por llevar adelante rondas de negociaciones con las autoridades chinas, que mejoraran el estatus del pueblo tibetano en su propio país, y mucho más, mucho más. Pasaron los hechos, cambiaron las circunstancias y los protagonistas, el casi niño de 15 años se transformó en un hombre que en poco tiempo llegará a los 76 años, pero la prédica de la no violencia se mantuvo firme e inalterable.
Hoy, 10 de marzo de 2011, cuando se conmemoran 52 años del levantamiento nacional tibetano que culminara con la huida del Dalai Lama a la India, en su habitual declaración de esta fecha, ha manifestado que quiere que el poder político de su pueblo –en el exilio- sea llevado adelante por otro de sus compatriotas. En mi modesto entender es una medida sabia. En repetidas ocasiones él ha intentado soltar la mano de su pueblo para que sea capaz de caminar sin su guía, para que pueda enfrentarse al gran desafío de continuar siendo, más allá de su propia peripecia vital, y su pueblo ha decidido una y otra vez, que continuara siendo él su conductor. Con 76 años, buena salud pero una expectativa de vida plena desconocida, pero por lógica no demasiado extensa, el Dalai Lama ha decidido dar un paso al costado. Por supuesto que no se trata de una simple renuncia, es un paso al costado, para que la responsabilidad de la conducción política recaiga en otro tibetano, pero él se mantendrá caminando al costado, caminando al lado de su pueblo, para verlo avanzar y para, si es necesario, ayudarlo a avanzar. De este modo estará logrando que cuando acontezca su muerte, al dolor y la congoja naturales por su desaparición, no se sumen el desconcierto y la desorientación en su pueblo.
Para el gobierno chino, en tanto, que tiene con su figura una suerte de encantamiento maléfico, hay también un mensaje, un mensaje que las autoridades chinas no han querido escuchar durante todas estas décadas: la cuestión tibetana no se ciñe exclusivamente al Dalai Lama, si no que va mucho más allá de él. De ahora en más será un alto lama del budismo tibetano que seguirá pregonando los mismos valores en cuanto lugar del mundo se encuentre y representando a su pueblo en cada instante de lo que le quede de vida, pero ya no será el Jefe de Estado del gobierno en el exilio. El liderazgo lo seguirá manteniendo, igual que la devoción y el respeto que su pueblo profesa por él, hay lazos que no se disuelven por la mera expresión de voluntad. El gobierno chino, muy a pesar del intento de Su Santidad, tal vez persevere en su obcecada visión de ver en el monje tibetano el principio y fin de todos sus males y descrea –la desconfianza es un ejercicio que ha practicado a través del tiempo- de la decisión del Dalai Lama, sumándola a la larga lista de mentiras en las que, a su entender, ha incurrido el líder tibetano.
El tiempo como siempre, será el juez implacable. Es de desear que esta sabia decisión tenga como contraparte sabios intérpretes.-