Lion´s Roar | Por John Demont |Agosto 16, 2017
La represión, la vigilancia, y la propaganda son orwellianas. El dinero, los inmigrantes y los turistas chinos llegan a raudales. La lucha por el control de la religión se está caldeando. John Demont informa que la campaña de largo plazo de China para asimilar al Tíbet ha entrado en una nueva etapa crítica.
Hubo un entendible escepticismo el pasado marzo cuando la cadena CCTV del Estado chino declaró a Lhasa “la ciudad más feliz del mundo.” En 2008, después de todo, unas 140 personas murieron en las protestas en la capital tibetana, durante el 49º aniversario de la toma del poder de China. Desde entonces, 148 monjes, monjas y laicos tibetanos –así como ochos tibetanos del exilio- se han prendido a lo bonzo para protestar contra el dominio chino en su patria.
La encuesta alegre también contrastó fuertemente con la noticia de que Freedom House, en su informe anual “Libertad en el Mundo,” ubicó al Tíbet como el segundo peor lugar en el mundo, en derechos políticos y libertades civiles. El número uno fue Siria.
Como dice la propaganda, la encuesta sancionada por el gobierno parecía tristemente transparente. Sin embargo, dijo algo sobre la actual estrategia de Beijing para expandir su dominio sobre la vida tibetana.
“Su enfoque se ha hecho más sofisticado,” concede Penpa Tsering, el representante norteamericano del gobierno tibetano en el exilio. Aunque el objetivo último de China sigue siendo el mismo: “asimilar o exterminar a los tibetanos, como una necesidad geopolítica”, dice Robert Thurman, el profesor de Estudios Budistas Indo- Tibetanos de la Universidad de Columbia y presidente de la Casa Tíbet de los Estados Unidos
Es un objetivo que realmente no ha cambiado desde 1951, cuando los ejércitos de Mao Zedong invadieron el Tíbet. China había reclamado mucho tiempo la soberanía sobre Tíbet; los comunistas añadieron la razón fundamental adicional de liberarlos de sus viejos caminos semifeudales.
Hoy, el Tíbet es una parte vital del imperio chino, geopolítica y económicamente. Sirve como una zona de amortiguamiento entre China por un lado y la India, Nepal y Bangladesh, por el otro. Es una importante fuente de agua dulce para miles de millones de chinos. Las riquezas bajo la meseta tibetana -minerales tales como el cobre, oro, hierro, mercurio, uranio y zinc, junto con el petróleo, gas natural y carbón- potencian las ciudades, las fábricas, y la explosión de la economía de China.
El control de China sobre el Tíbet se ha estrechado, aflojado y estrechado nuevamente a lo largo de las décadas. Hoy, el Tíbet sufre un nivel de opresión “sin precedentes desde la Revolución Cultural”, dice Robert Barnett, director del programa de Estudios Modernos Tibetanos de Columbia.
Además de las herramientas tradicionales de represión china -soldados rutinariamente desplegados contra manifestantes pacíficos, arrestos y detenciones, campos de reeducación de pesadilla- los tibetanos de hoy enfrentan una mayor presencia militar y un cada vez más orwelliano nivel de seguridad y vigilancia.
El resultado, según Human Rights Watch, es “la disminución de la tolerancia por parte de las autoridades de las formas de expresión y reunión (…) lo que ha llevado a las autoridades a ampliar la gama de actividades y cuestiones específicas para la represión en zonas tibetanas, especialmente en las zonas rurales.” Allí, como en las ciudades, las autoridades chinas esperan cortar de raíz la oposición.
Hace tres años, China instituyó un sistema de vigilancia de “gestión de redes”, instalando cientos de cabinas de policía en las calles residenciales. El sistema está diseñado para manejar la sociedad tibetana “sin brechas, sin puntos ciegos, sin espacios en blanco,” en palabras de los medios de comunicación estatales.
En el mismo período, informa Human Rights Watch, unos 21.000 funcionarios gubernamentales han sido transferidos a aldeas y monasterios en toda la Región Autónoma del Tíbet. Se han desplegado miles de policías adicionales en las comunidades tibetanas, donde el “sistema de hogares con doble vinculación” requiere que el personal del Partido se haga amigo y guíe a las familias para que adopten la ortodoxia del Partido Comunista Chino y mejoren económicamente.
En consecuencia, ha habido un aumento en la creación de organizaciones locales del Partido Comunista, oficinas gubernamentales, puestos de policía, patrullas de seguridad y organizaciones políticas, todas diseñadas para vigilar a la población tibetana. El impacto ha sido dramático: en el pasado, la mayoría de los presos políticos eran monjas y monjes budistas. Ahora, los perseguidos son líderes locales de la comunidad, activistas ambientales, artistas, o simplemente aldeanos ordinarios.
“La vigilancia es alta en todo momento,” dice Tencho Gyatso, una de las directoras de la Campaña Internacional por el Tíbet.
Esto no es lo que el Dalai Lama tiene en mente cuando propone un “camino medio” para asegurar la libertad de su pueblo, autonomía dentro de China que proteja la cultura, la religión y la identidad nacional de los tibetanos. La realidad actual es lo contrario: la autoexpresión cultural y religiosa se ve cada vez más reprimida en una sociedad en la que las cámaras del gobierno y los policías de civil vigilan los monasterios y las plazas públicas, y donde el escrutinio de Internet y el uso de teléfonos móviles está generalizado.
Escapar de la implacable campaña de propaganda del gobierno chino es igualmente difícil. “El Tíbet”, dice Barnett, “es un estado de propaganda con una guarnición militar pesada como su respaldo”.
“El viejo Tíbet”, el Partido Comunista Chino escribió en un libro blanco de 2015, era “salvaje, cruel, y atrasado, como la sociedad oscura de la Europa medieval” antes de que los comunistas se embarcaran en una “liberación pacífica” de la región. Ahora el PCC quiere que el mundo crea que su gobierno ha impulsado al Tíbet desde la oscuridad hacia la luz.
En su mayoría, la campaña de propaganda se centra en el plan expansivo de China para desarrollar la economía y supuestamente mejorar el nivel de vida de los tibetanos. Desde la anexión del Tíbet, el gobierno chino ha gastado un estimado de 100 mil millones de dólares en la región, principalmente en carreteras, líneas de tren, puentes, aeropuertos y otras infraestructuras.
Junto con el dinero ha venido gente. Las autoridades chinas afirman que la población Han de Tíbet es de 245.000, cifra que los críticos definen como risiblemente calculada. Los chinos Han, tanto turistas como residentes, han estado fluyendo al Tíbet desde que se inauguró la primera línea de tren de alta velocidad a Lhasa, en 2006. Se espera que los números se eleven en el futuro a medida que las nuevas líneas ferroviarias de alta velocidad se materialicen.
Los medios de comunicación oficiales chinos han informado que 21 millones de turistas, casi todos ellos de China, visitaron el Tíbet en los tres primeros trimestres de 2016, en comparación con menos de tres millones de nativos tibetanos. La estrategia del gobierno en materia de turismo subraya los elementos seculares de la cultura tibetana y el “turismo rojo” la comercialización de sitios con un significado revolucionario para el Partido Comunista Chino.
Los críticos dicen que muy poco de este gasto va a los bolsillos de los tibetanos. La incipiente industria del turismo y la mayoría de los servicios en las ciudades de rápido crecimiento están controlados por chinos. La mayoría de materiales de construcción son importados de China. En general, la mayoría de los nuevos empleos van a inmigrantes chinos, que ahora constituyen el 22 por ciento de la población de Lhasa.
“En otros 40 o 50 años,” dice Penpa Tsering, “podríamos tener un Tíbet con una población de mayoría Han.”
El impulso al desarrollo económico también está perjudicando el frágil medioambiente del Tíbet. El empujón de urbanización significa que las pasturas rurales están desapareciendo. Los ríos del Tíbet — un recurso crítico para más de mil trescientos millones de personas en las diez naciones más densamente pobladas del mundo — están siendo represados.
La meseta tibetana se calienta tres veces más rápido que el promedio global, y como resultado, los glaciares se están derritiendo a una tasa de siete por ciento anual, causando deslizamientos masivos. A esta velocidad, según Lobsang Sangay, primer ministro del gobierno del Tíbet en el exilio, dos tercios de los 46.000 glaciares en la meseta tibetana — la mayor concentración de hielo en el planeta después de los polos norte y sur — se habrán ido para el 2050, lo que llevará a una liberación de carbono que tendrá un impacto catastrófico en el cambio climático global.
La cultura del Tíbet no está menos atacada. En un ejemplo flagrante, China ha recortado bruscamente la enseñanza de la lengua tibetana como parte de su empuje para estimular la asimilación de los tibetanos a la cultura Han dominante.
El asalto al budismo tibetano, que el Dalai Lama caracteriza como “genocidio cultural”, es mucho más amplio. El famoso Palacio Potala en Lhasa, tradicional sede de los Dalai Lamas, se ha convertido en un museo turístico con guardias seculares. Los monasterios budistas están estrictamente controlados. Miles de edificios han sido demolidos y los monásticos desplazados en Larung Gar y Yachen Gar, dos de los centros más grandes y más importantes del aprendizaje budista en el Tíbet, sobre los que China ha asumido ahora el control.
La campaña para demonizar personalmente al Dalai Lama es igualmente implacable. Su Santidad, que huyó del Tíbet después del levantamiento abortado de 1959, es ridiculizado por los funcionarios chinos como un “lobo en túnicas de monje” y un “separatista” que intenta separar el Tíbet de China. Sus seguidores son menospreciados como la “camarilla del Dalai Lama.”
Los líderes extranjeros que se reúnen con el Dalai Lama ganan el desprecio de Beijing, una perspectiva preocupante dado el poder económico de China. Muchos se niegan a reunirse con él en absoluto, o celebran sólo reuniones privadas. Las repercusiones del apoyo al Dalai Lama son muchas veces mayores dentro del Tíbet, donde la mera posesión de su imagen es castigada por años en la cárcel. A comienzos de este año, las autoridades chinas prohibieron a los tibetanos — que en 2016 recibieron sólo una fracción de las visas de viaje extranjeras que una vez fueron concedidas — viajar a las enseñanzas de Kalachakra del Dalai Lama en la India.
Un instrumento central en la estrategia de China para frenar la influencia global del Dalai Lama es el Panchen Lama designado por los chinos, que está siendo preparado por el gobierno como una alternativa a Su Santidad.
“El nombramiento del falso Panchen Lama como herramienta política no está funcionando,” dice Penpa Tsering del gobierno en el exilio. Sin embargo, el mayor juego de poder de China está seguramente por delante.
El gobierno oficialmente ateo de Beijing ha declarado que encontrará su propia reencarnación del Dalai Lama, lo que ayudaría al PCC a solidificar aún más el control sobre el Tíbet. En respuesta, Su Santidad ha dicho que no reencarnará en territorio controlado por China — “la reencarnación no es asunto de los comunistas” ha dicho- y, en este caso, puede que no reencarne en absoluto, si esa es la voluntad del pueblo tibetano.
Quienquiera sea que continúe, nunca disfrutará de la estatura geopolítica de Tenzin Gyatso, el XIV Dalai Lama, que es venerado como un líder secular y espiritual que ha llevado la tragedia de su pueblo a la conciencia global. Pero hay otras razones por las que el objetivo del “camino medio” de la autonomía cultural y religiosa para el Tíbet dentro de China sigue siendo, a los ojos de muchos, tan distante como siempre.
Tsering dice que es difícil para el gobierno en el exilio avanzar hacia una solución diplomática con un gobierno chino que se niega a reconocer a la administración democráticamente electa. Para otros observadores del Tíbet, el gobierno en el exilio se ha equivocado estratégicamente al centrarse más en ganar a Occidente que en intentar avanzar con China. Incluso dentro de la diáspora tibetana, hay desacuerdo sobre la mejor manera de avanzar en la causa tibetana, con algunos exiliados tibetanos que apoyan la noción de autonomía de Su Santidad, mientras que otros todavía llaman a rangzen, la plena independencia.
Robert Thurman, sin embargo, sigue siendo optimista. La razón, tal vez sorprendentemente, es Xi Jinping, el hombre que dirige China, a la vista del New York Times, “con una mano más firme que cualquier líder desde Mao Zedong”. El pragmático político parece tener algo de predilección por el budismo, al menos en comparación con sus predecesores.
Cuando el Dalai Lama era un hombre joven, pasó meses en Beijing estudiando chino y marxismo. Al final de sus estudios, Su Santidad regaló un reloj a uno de los funcionarios chinos con los que había pasado tiempo — Xi Zhongxun, padre del actual líder — que usó el regalo hasta muchos años después. La madre de Xi Jinping, una budista practicante, fue sepultada con ritos budistas tibetanos completos. Su esposa, una popular cantante folclórica, es también practicante del budismo tibetano en un país donde el interés por la fe está aumentando.
“La tradición familiar” y el “karma,” dice Thurman, pueden influir en la actitud de Xi Jinping hacia el Tíbet. Pero las realidades geopolíticas, más que nada, podrían ser lo que empuje a China hacia un enfoque más complaciente. A largo plazo, la mano de hierro de China en el Tíbet dañará la capacidad del gigante para utilizar su “poder blando”.
“Xi Jinping es el primer presidente chino que puede sentir el pulso del mundo y darse cuenta de que China tiene todo para ganar siendo un jugador internacional respetado y poderoso en un sistema internacional armonioso,” dice Thurman.
Hasta ahora, ha habido pocos indicios de que Xi está dispuesto a desafiar al liderazgo del PCC en la “cuestión del Tíbet.” Pero Thurman cree que existe una apertura para que Xi adopte una “política de riendas sueltas” con respecto al Tíbet mientras el líder chino consolida el poder en los próximos años.
La pregunta es, ¿cuánto tiempo puede esperar el Tíbet? En la última enseñanza del Kalachakra, el Dalai Lama dijo, tal vez en broma, que podía vivir otros treinta años.
“Su Santidad está convencido de que su enfoque funcionará a largo plazo,” dice Thurman. “Él está ya harto y cansado de que esté siendo un largo, largo plazo.”