The Guardian | Editorial | 2 de octubre de 2016
La presión diplomática china está alejando gradualmente al líder tibetano del escenario mundial. Debe ser resistida.
“Líderes espirituales oran por la paz” no es un titular para acelerar el pulso. Es noticia solamente cuando ellos oran por la guerra. Incluso eso, desafortunadamente, es común que concite poca atención en nuestros días. Pero algo pasó la semana pasada, casi totalmente desatendido por los medios de comunicación, que fue sorprendente y siniestro. El Dalai Lama no oró por la paz en el gran encuentro interreligioso de Asís, donde los líderes espirituales mundiales, invitados por el Papa, sí se reunieron para orar y atestiguar por la paz. Hubo representantes de casi todas las otras fes cuyos seguidores están involucrados con la violencia: judíos, musulmanes, hindúes, budistas japoneses, cristianos ortodoxos, incluso el arzobispo de Canterbury; pero el Dalai Lama no fue invitado. Él se tuvo que contentar con una pequeña reunión en una oscura ciudad polaca en la que todos los presentes se comprometieron con la paz.
El Dalai Lama había estado presente en la primera de las grandes reuniones en Asís, en 1986, lo que fue enormemente controvertido entre los religiosos conservadores, porque demostró que la Iglesia Católica, bajo Juan Pablo II, era seria en sus esfuerzos por reconocer la buena fe de otras religiones. Pero esta vez no fue invitado y parece claro que esto fue el resultado de la presión china. El Papa Francisco más recientemente rechazó reunirse con el Dalai Lama en 2014, pero él ha sido persona non grata en el Vaticano por varios años. Conseguir que otros gobiernos desairen al Dalai Lama ha sido una ocupación de los diplomáticos chinos desde los últimos nueve años más o menos, desde que George W. Bush le concedió la Medalla de Honor del Congreso. Ese reconocimiento público al líder espiritual tibetano parece haber incitado al Estado chino a tener una furiosa reacción de larga duración. La retórica pública siempre había estado cargada de ira, pero ahora fue emparejada por la presión privada. Gobierno tras gobierno han cancelado silenciosamente sus reuniones con él. No está en el interés de ninguna de las partes que estas sórdidas y pequeñas transacciones se publiciten: los países anfitriones se ven débiles y sin principios, los chinos malos y acosadores, y los tibetanos solamente se ven impotentes. En todos los casos, esta apariencia corresponde a la realidad.
Por lo tanto, oficialmente no se hace casi ninguna invitación. El velo sólo se corre ocasionalmente. En 2011, el gobierno sudafricano lo excluyó de las celebraciones por los 80 años del arzobispo Desmond Tutu, mientras que el gobierno británico tuvo que hacer algún espectáculo servil después que él lo visitara dos veces y se reuniera con David Cameron en 2012. Esto no se corresponde en absoluto con la opinión general del público occidental, que es la de que el Dalai Lama es uno de los líderes religiosos más significativos y benevolentes en el mundo de hoy, un hombre que genuinamente representa una espiritualidad de paz y entendimiento mutuo.
Hay algo extremadamente desagradable en estas demostraciones de realpolitik (política de la realidad). El gobierno chino está comprometido en una lucha de poder de larga duración con el Vaticano sobre quien tiene el derecho de elegir a los obispos: una vieja historia de la historia medieval europea que ahora se juega con una potencia asiática. Hay iglesias separadas, una oficial y otra clandestina. El Vaticano claramente calcula que el precio de una floreciente iglesia unificada en el potencialmente enorme mercado en crecimiento de China (donde ahora la mayoría del cristianismo es protestante) vale unos desaires a un hombre que es, después de todo, el líder de una religión rival. Pero esta política disminuye la autoridad moral de ambas partes.-