Lo que aprendí en la nieve con el Dalai Lama
Slate | Por Douglas Preston
A mediados de los 80, yo estaba viviendo en Santa Fe, Nuevo México, llevando una vida mezquina escribiendo artículos para una revista, cuando un peculiar encargo se cruzó en mi camino. Me había hecho amigo de un grupo de tibetanos exilados que vivían en un complejo en Canyon Road, donde tenían un negocio de venta de alfombras, joyería y artículos religiosos tibetanos. Los tibetanos se habían establecido en Santa Fe por sus montañas, edificios de adobe y la altitud del medioambiente que les hacía recordar a su patria.
El fundador de la comunidad tibetana era un hombre llamado Paljor Thondup, que había escapado de la invasión china al Tíbet cuando niño, cruzando los Himalayas con su familia en un épico viaje en yak y a lomo de caballo. Thondup viajó a Nepal y de allí a India donde se inscribió en una escuela de Pondicherry, ciudad del sudeste indio, con otros refugiados tibetanos. Un día, el Dalai Lama visitó su clase. Muchos años más tarde, en Dharamsala, norte de India, Thondup hizo su camino a una audiencia privada con el Dalai Lama, quien le dijo que él nunca había podido olvidar al brillante adolescente de la parte de atrás de la clase de Pondicherry, moviendo su mano y respondiendo preguntas, mientras otros estudiantes estaban sentados boquiabiertos de asombro. Ellos establecieron una conexión y finalmente Thondup hizo su camino a Santa Fe.
El Dalai Lama recibió el Nobel de la Paz en 1989. Thondup que había escuchado que él estaba planeando una gira por los Estados Unidos, lo invitó a visitar Santa Fe. El Dalai Lama aceptó y le dijo que estaría feliz de ir por una semana. En ese momento, no era la celebridad internacional que es hoy. Viajaba solo con media docena de monjes, la mayoría de los cuales no hablaba inglés. No tenía intérpretes, gente de prensa o coordinadores de viaje. Ni dinero. Para la fecha en que se acercaba la visita, Thondup entró en pánico. Él no tenía dinero para pagar la visita ni idea cómo organizarla. Llamó a la única persona que conocía en el gobierno, un hombre joven de nombre James Rutherford, quien dirigía una galería de arte del gobernador en el edificio del capitolio del estado. Rutherford tenía un raro don para la organización. Él se comprometió a hacer los arreglos para la visita del Dalai Lama.
Rutherford comenzó haciendo llamadas telefónicas. Pidió prestada una gran limusina de un rico marchante y le pidió a su hermano, Rusty, que la condujera. Persuadió a los propietarios de Rancho Encantado, un lujoso resort de las afueras de Santa Fe, para que proporcionara al Dalai Lama y sus monjes comida y alojamiento. Llamó a la policía estatal y arregló los detalles de seguridad.
Entre las muchas llamadas que hizo Rutherford, una fue a mí. Me pidió que actuara como el secretario de prensa del Dalai Lama. Le expliqué a Rutherford que yo era la persona equivocada, que no tenía experiencia en esa línea, y que seguramente sería un desastre. Rutherford dijo que no tenía tiempo para discutir. El Dalai Lama, explicó, era una persona que podía detenerse y responder a cualquiera que le hiciera una pregunta. Él trataba a todo el mundo por igual, desde el presidente de los EE.UU a un vagabundo de la calle, dándole a cada persona su completa atención y tiempo. Alguien tenía que manejar la prensa y salvar al Dalai Lama de ser acorralado. Y esa persona iba a ser yo.
Yo necesitaba desesperadamente el dinero y por eso estuve de acuerdo. Cuando estaba a punto de cortar, le pregunté cuánto se me pagaría. Él no podía creer y me dijo que estaba entristecido por mi avaricia. ¿Cómo podía yo siquiera pensar en recibir un pago por el privilegio de pasar una semana con Su Santidad? Por el contrario, de los voluntarios se espera que den, no que obtengan. Él tenía justo frente a sí la hoja de donativos. ¿Con cuánto me anotaría?
Prometí 50 dólares.
El Dalai Lama arribó a Santa Fe el 1º de abril de 1991. Yo estaba a su lado cada día desde las 6 a.m., hasta tarde en la noche. Viajar con él fue una aventura. Él estaba feliz y lleno de entusiasmo, haciendo chistes, riendo, haciendo preguntas, frotando su cabeza afeitada, y bromeando sobre su mal inglés. Él sí se detenía y hablaba con todos, no importaba cuánta gente tratara de apurarlo para su próximo compromiso. Cuando te hablaba a ti, era como si se cerrara al resto del mundo para centrar toda su simpatía, atención, cuidado e interés en ti.
Se levantaba cada mañana a las 3.30 a.m. y meditaba por varias horas. Mientras que normalmente va a la cama temprano, en Santa Fe tenía que asistir a cenas la mayoría de las noches hasta tarde. Como resultado, cada día después del almuerzo, lo llevábamos de vuelta hasta Rancho Encantado por una siesta.
La prensa convergió desde muchos estados para cubrir la historia, lo que fue mucho más grande que lo que anticipamos. Había montones de periodistas y equipos de televisión. Yo no tenía idea lo que estaba haciendo. Durante el curso de la semana, mucha gente estaba enojada conmigo y un compañero me llamó “maldito idiota.” Pero salí del paso. El Dalai Lama se reunió con políticos, estrellas de cine, gurúes New Age, multimillonarios, y líderes indígenas. En el penúltimo día de su visita, el Dalai Lama almorzó con dos senadores de Nuevo México y con el gobernador del estado. Durante el almuerzo, alguien mencionó que Santa Fe tenía un área de esquí. El Dalai Lama comenzó a preguntar sobre cómo era esquiar, si era difícil, cómo se hacía, quiénes lo hacían, cuán rápido iban y cómo se cuidaban de no caerse.
A mitad de camino para su siesta de la tarde, la limusina del Dalai Lama se puso a un lado del camino, lo mismo hizo el auto de Thondup que lo seguía, en el que yo iba. El Dalai Lama bajó de la parte de atrás de la limusina y se colocó en el asiento delantero. Pudimos verlo hablando animadamente con Rusty, el conductor. Un momento después Rusty bajó y vino a nosotros con una expresión preocupada en su rostro. Se inclinó ante la ventanilla.
“El Dalai Lama dice que no está cansado y que quiere ir a las montañas a ver esquiar. ¿Qué debo hacer?”
“Si el Dalai Lama quiere ir a la estación de esquí,” dijo Rutherford, “vamos a la estación de esquí.”
La limusina hizo un giro en U y todos manejamos de vuelta a la ciudad y nos dirigimos a las montañas. Cuarenta minutos después nos encontramos en la estación de esquí. Era el final de la temporada de esquí pero todavía estaba abierta.
“Esperen aquí mientras encuentro a alguien,” dijo Rutherford.
Él desapareció en dirección a la cabaña y retornó cinco minutos después con Benny Abruzzo, cuya familia era la dueña del área de esquí. Abruzzo estaba sorprendido de encontrar al Dalai Lama y sus monjes deambulando en la nieve, vestidos sólo con sus hábitos.
Era un espléndido día de abril, perfecto para el esquí de primavera. El Dalai Lama y sus monjes miraban en derredor con mucho interés en la actividad, el zumbido de los telesillas*, los esquiadores yendo y viniendo y las laderas elevándose en el cielo azul.
“¿Podemos subir la montaña?” le preguntó el Dalai Lama a Rutherford.
Rutherford se dio vuelta hacia Abruzzo. “El Dalai Lama quiere subir la montaña.”
“¿Usted dice subir al elevador? ¿Vestido así?”
“Bueno, ¿él puede hacerlo?”
“Supongo que sí. Sólo él, o …?” Abruzzo movió la cabeza hacia los otros monjes.
“Todos,” dijo Rutherford. “Subamos todos a la cima.”
Abruzzo habló con el operador de la silla cuádruple. Luego echó hacia atrás la línea de los esquiadores, haciéndonos camino y abrió las cuerdas. Un centenar de esquiadores miró con incredulidad como los cuatro monjes, en un estrecho grupo, agarrado cada uno de los brazos del otro y dando pequeños pasos, salió adelante. Bajo sus hábitos granate y azafrán, el Dalai Lama y sus monjes tenía todos los mismos calzados: zapatos de punta Oxford. Esos zapatos son terribles en la nieve. Los monjes estaban deslizándose y resbalándose y yo estaba seguro que alguno caería y derribaría al resto.
Finalmente quedé sentado al lado del Dalai Lama con Thondup a mi izquierda.
El Dalai Lama se volvió hacia mí. “Cuando vine a su ciudad,” dijo, “vi las grandes montañas todo alrededor. Hermosas montañas. Y luego toda la semana quise ir a las montañas.” El Dalai Lama tenía una vigorosa forma de hablar, en la que él enfatizaba ciertas palabras.” “Y yo escuché mucho sobre este deporte, el esquí, pero nunca vi esquiar antes.”
“Usted verá esquiar justo debajo de nosotros al subir,” le dije.
“¡Bien! ¡Bien!”
Comenzamos a subir la montaña. El telesilla era viejo y no tenía barras de seguridad que se pudieran bajar para protección, pero esto no parecía molestar al Dalai Lama, que hablaba animadamente sobre todo lo que veía en las laderas. Mientras señalaba y se inclinaba hacia adelante, Thondup que estaba sujetando el brazo de la silla con los nudillos blanqueados, lo reprendió en tibetano. Más tarde me dijo que le había rogado a Su Santidad que por favor se sentara, sostuviera el asiento y no se inclinara mucho.
“¡Qué rápido van!” decía el Dalai Lama. “¡Y los niños esquían! ¡Miren a ese pequeño niño!”
Mirábamos hacia abajo y los esquiadores no se movían rápido en lo absoluto. Justo entonces, un esquiador experto se introdujo en una pendiente mayor. El Dalai Lama lo vio y dijo, “miren ¡demasiado rápido, se va a estrellar contra el poste!” él ahuecó sus manos, gritándole al esquiador distraído “¡mira el poste!” y se agitaba frenéticamente, “¡mira el poste!”
El esquiador, que no tenía idea que la 14ª reencarnación del Buda de la Compasión estaba gritando para salvarle la vida, siguió expertamente montaña abajo.
Con una manifestación de embeleso el Dalai Lama dijo, “Ven, ¡el esquí es un maravilloso deporte!”
Nos acercamos a la cima de la montaña. Abruzzo había organizado la operación así que cada silla se detenía para bajar a sus ocupantes. Los monjes y el Dalai Lama manejaron salir del telesilla y hacer su camino a través de la nieve blanda en grupo, arrastrando los pies con cuidado.
“¡Observen esa vista!” gritó el Dalai Lama, dirigiéndose hacia la cerca posterior en los límites del área de esquí, donde las montañas decrecen. La nieve y los abetos desaparecen a la distancia en un desierto bermellón a 5000 pies de distancia, que se estrecha en el horizonte lejano. Cuando nos paramos, el Dalai Lama habló con entusiasmo sobre la vista, las montañas, la nieve y el desierto. Después de un momento en el que se quedó en silencio, con una voz teñida por la tristeza, dijo, “luce como el Tíbet.”
Los monjes admiraron la vista un poco más, y luego el Dalai Lama señaló al lado opuesto del área, dominada por una vista de picos de 12 mil pies. “¡Vengan, otra vista aquí!” y partieron, en un grupo compacto, moviéndose rápidamente a través de la nieve.
“¡Esperen!” gritó alguien. “¡No caminen frente al elevador!”
Pero era muy tarde. Cuatro adolescentes dejaron el telesilla cuádruple y fueron esquiando justo hacia el grupo y entonces las muchachas se dieron contra el Dalai Lama y sus monjes, derribándolos como si fueran bolos rojos y amarillos.
Nos precipitamos, atemorizados de que el Dalai Lama estuviera lesionado. Nuestros peores temores parecieron hacerse realidad cuando lo vimos tumbado en la nieve, su rostro distorsionado, su boca abierta, produciendo un alarmante sonido. “¿Se había roto la espalda?” “¿Debíamos tratar de moverlo?” Y entonces nos dimos cuenta que no estaba herido, sino que estaba muerto de risa.
“En un área de esquí, ¡debes tener los ojos siempre abiertos!” dijo.
Él se volvió a mí. “Sabes, en Tíbet nosotros tenemos grandes montañas.” Hizo una pausa. “Creo que si Tíbet fuera libre, tendríamos buen esquí.”
Bajamos y nos cobijamos en la cabaña donde comimos galletas y tomamos chocolate caliente. El Dalai Lama estaba entusiasmado por su visita a la cima de la montaña. Le preguntaba a Abruzzo detalladamente sobre el deporte del esquí y quedó sorprendido de que incluso personas con una sola pierna pudieran practicarlo.
El Dalai Lama se volvió hacia Thondup. “¿Tus hijos esquían también?”
Thondup le aseguró que sí.
“Incluso los niños tibetanos esquían” dijo, aplaudiendo y riéndose deleitado.
Cuando terminábamos, una joven mesera comenzó a despejar nuestra mesa. Ella se detuvo para escuchar la conversación y finalmente se sentó, abandonando su trabajo. Después de un rato, cuando hubo una pausa, le habló al Dalai Lama. “¿No le gustó su galleta?”
“No tengo hambre, gracias.”
“¿Puedo hacerle una pregunta?”
“Por favor.”
Ella hablaba con total seriedad. “¿Cuál es el significado de la vida?”
En toda mi semana con el Dalai Lama, toda pregunta concebible había sido hecha, excepto esta. La gente había tenido miedo de hacer la gran pregunta. Hubo un breve, estupefacto silencio en la mesa.
El Dalai Lama contestó inmediatamente. “El significado de la vida es la felicidad.” Él levantó su dedo, inclinándolo hacia delante, concentrándose como si ella fuera la única persona en el mundo. “La pregunta ardua no es ¿cuál es el significado de la vida? Esa es una pregunta fácil de responder. No, la pregunta ardua es que hace la felicidad. ¿El dinero? ¿Una gran casa? ¿Los logros? ¿Los amigos? O…” hizo una pausa. “¿La compasión y el buen corazón?” esta es la pregunta que todos los seres humanos deben intentar responder: ¿Qué hace la verdadera felicidad?” Él le dio a esta última pregunta un peculiar énfasis y luego quedó en silencio, mirándola con una sonrisa.
“Muchas gracias,” dijo ella, “muchas gracias.” Se levantó y terminó de apilar los platos y las tazas sucias, y se los llevó.-
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*Telesilla: N del T.: aunque en algunos países de América Latina se le da género femenino a este sustantivo, nos ceñimos al género masculino dado al mismo por la RAE.