The Diplomat
Por Allen Carlson
29 de marzo de 2013
Beijing debería considerar la posibilidad de volver a iniciar un proceso de diálogo con el Dalai Lama, lo que incluso podría dar lugar a su regreso al Tíbet.
10 de marzo, el aniversario de la sublevación que llevó a la huida del Dalai Lama del Tíbet en 1959, ha ido y venido. Si bien no es tan famoso en Occidente como los idus de marzo, es un día de gran importancia simbólica en el Tíbet y se ha convertido en un punto focal para la expresión de la protesta tibetana contra el dominio chino sobre la región. Sin embargo, a diferencia de 2008, cuando el malestar generalizado envolvió al Tíbet tras el aniversario, este mes no ha visto ningún trastorno dramático en el techo del mundo.
A primera vista este resultado valida el enfoque de tres puntas de Beijing hacia el manejo de la cuestión del Tíbet. En primer lugar, continúa enviando grandes subsidios a la región destinados a estimular el crecimiento económico. En segundo lugar, supervisa una densa red de medidas coercitivas y de vigilancia destinada a reprimir toda expresión pública de disidencia. En tercer lugar, se obstaculiza la posibilidad de conversaciones serias con el carismático Dalai Lama en favor de esperar a su muerte. Esta táctica final parece basarse en la suposición de que China va a estar en una posición de negociación más fuerte con los tibetanos después de que él se ha ido.
Sin embargo, tal enfoque es contraproducente para China en el largo plazo. En lugar de seguir haciendo lo mismo en el Tíbet, ha llegado el momento para que los líderes de China consideren una radical reorientación de sus políticas hacia la región montañosa. Beijing debería considerar seriamente la posibilidad de volver a iniciar el proceso estancado desde hace tiempo, de la participación del Dalai Lama en un diálogo significativo, uno que incluso podría dar lugar a su regreso al Tíbet. Mientras que las probabilidades en contra del desarrollo de tal iniciativa son largas, Beijing podría encontrar tal giro atractivo debido a las nuevas realidades que Beijing enfrenta tanto en el Tíbet como en el ámbito internacional en general.
Primero, las señales internas de un rechazo popular al derecho de Beijing a gobernar el Tíbet son todavía un lugar común en toda la región. La indicación más persistente y desgarradora de tal descontento tibetano con los chinos, es la actual ola de autoinmolaciones que han estado llevándose a cabo a través de las tierras altas del Tíbet. Sin embargo, en lugar de reconocer los sentimientos que provocan estos actos de desesperación (que ahora suman más de 100), Beijing ha castigado duramente a aquellos que han estado involucrados en estos actos simbólicos de protesta como agitadores insensatos y criminales. Al mismo tiempo, en concierto con su campaña para pintar al Dalai Lama como un político desalmado y calculador, ha acusado explícitamente a las personas cercanas al líder tibetano en el exilio de promover la autoinmolación. De este modo, Beijing argumenta que Dharamsala ha revelado hasta qué punto está dispuesta a sacrificar todo y a todos, en la búsqueda de promover la independencia tibetana.
Ninguna de estas medidas ha detenido a los tibetanos de continuar sus protestas de fuego. Así, mientras que el control chino sobre el Tíbet sigue siendo firme, la legitimidad de dicho dominio es muy poco profunda. China posee la región, pero tiene poca autoridad sobre las personas que residen allí. Esta situación es una pérdida de recursos chinos, y presenta un desafío sin fin a los líderes del país.
Vilipendiar al líder tibetano también plantea problemas internacionales a Beijing. En primer lugar, vituperar al Dalai Lama hace aparecer a los líderes chinos como vengativos y acosadores en el escenario mundial. Esto constituye una importante mancha en la reputación internacional de China. En segundo lugar, ya que es ampliamente venerado en Tíbet, los ataques chinos sobre el Dalai Lama sesgan aún más las opiniones tibetanas sobre el Estado chino. Son ambas, dos propuestas perdedoras de Beijing.
Negarse a hablar con el líder tibetano enfatiza ambas tendencias. Los líderes chinos han calculado que si pueden durar más que el actual Dalai Lama, la cuestión del Tíbet se desvanecerá de la conciencia internacional. Ellos creen que esto les dará más libertad para llevar a la región en línea con su visión de Tíbet como una parte totalmente integrada a China. Sin embargo, compensando tal perspectiva está la probabilidad de que después de la muerte del líder tibetano, la diáspora tibetana se divida en varios grupos y facciones rivales y, posiblemente sea atraída hacia métodos más radicales y posiciones intransigentes. Dentro de Tíbet no habría ningún individuo que pudiera vender una política de compromiso a una población desilusionada. Estas tendencias introducirían un nuevo grado de incertidumbre y turbulencias en las relaciones sino-tibetano, haciendo la posibilidad de estabilizar la situación en el Tíbet aún más remota de lo que es ahora.
Mantenerse sumida en tal intratable atolladero, es incompatible con la autoimagen de China de una gran potencia en ascenso. Está claro que los de Beijing han comenzado a vislumbrar lo que el mundo podría ser si el poder y la influencia china siguen creciendo. Afirman que China se convertirá en un tipo de actor internacional más generoso y benevolente de lo que las anteriores potencias emergentes han sido. Sin embargo, los líderes chinos socavan su gran narrativa de un ascenso pacífico cuando castigan a un individuo que gran parte del mundo ve como un simple monje tibetano.
Para dotar de contenido a la afirmación de que China es realmente un nuevo tipo de gran poder, Beijing podría utilizar un enfoque más flexible a la cuestión del Tíbet simplemente contactando con el Dalai Lama. El reciente retiro formal del líder tibetano de todas las posiciones de autoridad política, al tiempo que complica la logística de cualquier diálogo, también da a los chinos un pretexto para tomar esa medida, ya que ahora ellos se reunirían con un individuo, en lugar de con el líder de un gobierno en el exilio, cuya legitimidad no reconocen. Al hacerlo, podrían, en un solo golpe hacer mucho para mejorar su reputación internacional y consolidar su autoridad en la región.
Hay muchos obstáculos para una iniciativa tan audaz. Los líderes chinos son reacios al riesgo. Ellos se ven limitados por el sentimiento nacionalista y creen que están en una posición estratégicamente superior de la que no hay necesidad urgente de actuar. Los tibetanos se aferran a la imagen positiva que han adquirido en el ámbito internacional, lo que les da un sentido exagerado de la medida en la que pueden presionar a Beijing para hacer concesiones significativas en una amplia gama de cuestiones. Ambas partes deberían ser más realistas acerca de lo que se ha hecho, y lo que se puede lograr. Beijing está en la cúspide de la condición de gran potencia. El Tíbet es una zona pequeña, remota, con una población pequeña, y un líder atractivo, internacionalmente querido, pero envejecido.
La situación actual en el Tíbet es insostenible; todas las partes en el conflicto deben ser alentadas a hacer un inventario de los restos que es la política de China en el Tíbet tras las manifestaciones de 2008, y la actual oleada de autoinmolaciones. Un gran poder y un líder espiritual compasivo deberían encontrar una manera de superar el impasse actual y moverse, incluso en el más modesto de los modos, a hablar de las conversaciones mientras que la oportunidad y el desafío de trabajar con el Dalai Lama todavía exista.
El gobierno tibetano en el exilio sería bien aconsejado en responder de manera positiva a cualquier insinuación, mientras que Washington también debe promover tal proceso, ya que se eliminaría un importante factor de irritación en las relaciones sino-estadounidenses, permitiendo a la Casa Blanca anunciar un gran avance en la cuestión del Tíbet, lo que parecía imposible hace apenas unos años atrás. Todos los involucrados es probable que encuentren que el mundo sea un lugar mucho más complicado y potencialmente volátil una vez que el Dalai Lama ya no esté con nosotros.
Allen Carlson es Profesor Adjunto en el Departamento de Gobierno de la Universidad Cornell