Un simple acto de protesta que puede tomar proporciones míticas
NEW STATESMAN
Por Costica Bradatan
17 de setiembre de 2012
Aquí está él. Cerillos en una mano, una botella de gasolina en la otra. Él remueve la tapa de la botella, la tira en el piso y se rocía con el líquido. Hace todo lenta, metódicamente, como si fuera parte de una rutina que ha practicado por años. Entonces se detiene, mira alrededor y enciende el cerillo.
En ese momento nada en el mundo puede unir la brecha que separa al autoinmolado de los demás. Su total desafío a los instintos de sobrevivencia y autopreservación, su determinación a destruir lo que todos los demás encuentran precioso, la facilidad con la que parece disponer de su propia vida, todo eso no solo lo ubica a él más allá de nuestra capacidad de entendimiento, sino también fuera de la sociedad humana. Él ahora habita un lugar para la mayoría de nosotros inhabitable. Sin embargo, desde allí él no cesa de dominarnos.
“Mientras él ardía nunca movió un músculo, nunca emitió un sonido, su compostura exterior en agudo contraste con los gemidos de la gente a su alrededor”.
El periodista David Halberstam describe la muerte de Thich Quàng Dúc, el monje budista vietnamita que se prendió fuego en Saigón en 1963. Cuanto mayor la quietud del autoinmolado, más agitados los que están a su alrededor. El primero puede deslizarse hacia la nada, pero su acto cambia las vidas de los segundos para siempre. Ellos experimentan repulsión y atracción, terror y reverencia ilimitada, admiración y miedo, todo a la vez. Sobre ellos, él tiene ahora una extraña forma de poder.
La experiencia es muy poderosa porque está profundamente arraigada en la psique humana. Frente a la autoinmolación, incluso los más secularizados de nosotros tenemos una visión primordial de lo sagrado. Originalmente, lo sagrado es definido como algo aparte, separado del resto que permanece profano; lo que nosotros sentimos hacia el otro tan radicalmente diferente es precisamente una mezcla de terror y fascinación. La autoinmolación es un hecho único porque despierta capas profundas de nuestro carácter fundamental. En una sorprendente, si se quiere moda encubierta, la autoinmolación ocasiona la experiencia de lo sagrado incluso en un mundo dejado de la mano de Dios, como el nuestro.
La autoinmolación tiene poco que ver con el suicidio. “Las tendencias suicidas casi nunca conducen a la autoinmolación” dice Michael Biggs, uno de los pocos sociólogos que han estudiado el fenómeno sistemáticamente. La autoinmolación es una deliberada, determinada y dolorosa forma expresiva de protesta individual. Bajo ciertas circunstancias, el gesto de un autoinmolado individual es suficiente para encender movimientos sociales a gran escala.
La autoinmolación de Thich Quàng Dúc desencadenó una masiva protesta, que resultó en el derrocamiento del régimen de Ngô Dình Diem en Vietnam del Sur. Solo 6 años más tarde, Jan Palach, un estudiante de filosofía checo, se prendió fuego en protesta por el aplastamiento de la Unión Soviética de la Primavera de Praga. Su muerte no causó ningún cambio inmediato en el régimen, pero delineó de un modo distinto la disidencia anticomunista en Checoeslovaquia. Veinte años más tarde, en 1989, hubo una “Semana de Palach” con protestas callejeras y manifestaciones que pusieron en marcha la Revolución de Terciopelo. Más recientemente, en diciembre de 2010, Mohamed Bouazizi, un joven vendedor callejero tunecino, encendió un cerillo que no solo lo hizo arder hasta la muerte, sino que puso a todo el mundo árabe en llamas; todavía estamos presenciando las consecuencias de su acto.
La autoinmolación es un acto pavoroso, un acto de peso, pero sería erróneo inferir que dondequiera que ocurra tendrá consecuencias políticas significativas. Michael Biggs estima que entre 800 y 3000 autoinmolaciones pueden haber tenido lugar durante las cuatro décadas posteriores a 1963. Sin embargo, solo un puñado de ellas tuvo algún impacto político. Lo que hace a una muerte por autoinmolación, políticamente trascendental, es su capacidad para convertirse en centro de la vida social de una comunidad. La autoinmolación es “exitosa” en este sentido cuando no es más acerca del problema de quien la comete, sino sobre la comunidad en medio de la cual ocurre y la que de pronto se reconoce a sí misma en el predicamento del autoinmolado, se siente “avergonzada” por su gesto y compelida a actuar. Así, esta muerte individual es redefinida, y cambia de un hecho biológico en la historia del cuerpo de alguien, a un hecho “fundacional” de proporciones míticas, algo que renueva la vida política de la comunidad.
Las autoinmolaciones políticamente “exitosas” son hechos extraordinarios. No hay “recetas para el éxito” aquí; ninguna ciencia puede explicar satisfactoriamente cuando cuándo debería ocurrir o por qué no debería. Para usar algún tipo de analogía, no son diferentes a las obras de arte, se puede reconocer una cuando se ve, pero ellas no pueden ser producidas “a demanda”. Como tales, ellas son inimitables e irrepetibles. Bouazizi, Dúc y Palach tuvieron muchos imitadores, pero ellos nunca lograron salir de las sombras de sus maestros. Cuantos más fueron ellos menos significaron sus actos.
Esto deja en claro el punto de que una autoinmolación políticamente importante es usualmente la primera en una serie. Desde febrero de 2009 no menos de 51 tibetanos, mayoritariamente monjes y monjas budistas, se han autoinmolado en las partes tibetanas de China, sin embargo no han causado ningún cambio político significativo hasta ahora. ¿Por qué? Porque 51 autoinmolaciones pueden ser demasiadas; cuantos más tibetanos autoinmolados, más claro es que no hay Qùang Dúc, Jan Palach o Mohamed Bouazizi entre ellos.
El hecho de que la autoinmolación como una forma de protesta política, haya podido aparecer en los círculos monásticos tibetanos, puede parecer desconcertante. El budismo notoriamente rechaza la violencia; además el budismo tibetano está basado eminentemente en la compasión hacia todos los seres sensibles. Uno de los cuatro votos que cualquier monje tibetano tiene que tomar cuando se une al monasterio es “nunca tomar una vida”. La total adhesión del Dalai Lama a la “satyagraha” de Gandhi, es solo el corolario lógico de tal mentalidad religiosa.
Sin embargo, la explicación tiene que ver más con la política, más que con factores teológicos. La ocupación china del Tíbet ha sido represiva en forma inusual y mucho de la violenta represión ha sido directamente contra los monasterios budistas, vistos como el símbolo de un Tíbet “atrasado” y “feudal”. La violencia solo alimenta la violencia. Por toda esta postura antiviolencia, cuando su misma existencia queda bajo amenaza, el budismo podría algunas veces encontrar recursos, e incluso justificación teórica, para la resistencia violenta; el Ejército Popular de Liberación (EPL) experimentó esto de primera mano en el Tíbet de la década de 1950, cuando los monasterios a menudo contraatacaron. Además, la mayoría de las recientes autoinmolaciones han tenido lugar en lo que solía ser, antes de la toma de los comunistas, Amdo y Khan, regiones habitadas por gente fieramente independiente, combinación de guerreros y monjes, que casi ninguna autoridad central pudo someter en el pasado. Los kampas pudieron ser tan brutales como los soldados del EPL.
Que la autoinmolación, por todos los medios, un acto extremo y extraordinario, tienda ahora a convertirse en una forma rutinaria de acción política, es un hecho muy peligroso. Y, hasta ahora, como las autoridades chinas no dan señal de querer hacer concesiones, los tibetanos encuentran inconcebible renunciar. El hecho de que todos los que se prendieron fuego eran jóvenes (algunos adolescentes) es revelador. Estas son personas que no tienen memoria del Tíbet precomunista; todos ellos podrían tener la esperanza de un Tíbet posterior a los chinos. Pero, otra vez, con la nueva estructura demográfica del Tíbet y el status de superpotencia de China, tal esperanza es insustentable. Por eso todos ellos son abandonados a la desesperación.
A largo plazo el desespero de los tibetanos puede ser la peor pesadilla de China. A lo que puede llevar que la autoinmolación se vuelva rutina como protesta política, las autoridades chinas ni siquiera son capaces de comprender. Y, sin embargo ellas deberían ser sorprendidas, tal vez sea tiempo para ellas de comenzar a releer el pequeño libro rojo: “Donde hay opresión, hay resistencia”. En su tumba, Mao Zedong está soñando en tibetano.-
Costica Bradatan es profesor del Instituto Notre Dame para Estudios Avanzados, de los Estados Unidos. Es autor y/o editor de varios libros, el más reciente “Philosophy, Society and the Cunning of History in Eastern Europe” (Routledge 2012). Actualmente está escribiendo un libro sobre “morir por una idea”.