Triple Pundit | Por Nithin Coca | Junio 22, 2016
Normalmente, una reunión entre el presidente estadounidense de turno y un Nobel de la Paz ampliamente respetado sería motivo de celebración. Pero la reunión de la semana pasada entre el presidente Barack Obama y el Dalai Lama, el líder espiritual del pueblo tibetano, resultó en una airada recriminación de China. Aquí el porqué la reunión fue tan polémica, y cómo se conecta el crecimiento de décadas de China a cualquier costo político, con el deterioro de la cultura, los derechos humanos y el frágil medioambiente del Tíbet.
China invadió y anexó el Tíbet en 1950. La creciente militarización llevó a la dramática huida del Dalai Lama a la India en 1959. Se esperaba que fuera una corta estadía pero, en cambio, ha estado viviendo en el exilio desde entonces, mientras el control de China de su país se ha vuelto más y más severo. Durante este tiempo, sin embargo, su dedicación a la paz mundial y su compasión, además de su contagioso espíritu alegre, lo han hecho un héroe reconocido mundialmente. Él recibió el Premio Nobel de la Paz de 1989.
Inicialmente, su causa ganó considerable apoyo mundial. Pero las cosas comenzaron a cambiar cuando el crecimiento de China en la gran economía mundial hizo que más y más países fueran precavidos al criticarla, por temor de perder sus potenciales acuerdos comerciales. Eso significa, hoy, que cada vez menos países están dispuestos a sentarse con el Dalai Lama. El primer ministro británico, David Cameron rechazó reunirse con el líder espiritual en 2013. Al año siguiente, Sudáfrica rechazó darle una visa al Dalai Lama para asistir a una conferencia de laureados con el Premio Nobel de la Paz. Muchos compañeros galardonados rechazaron asistir como resultado, y la conferencia fue cancelada en última instancia.
A su crédito, los Estados Unidos se mantienen como uno de los pocos países que no sólo le abren sus fronteras, sino que le permiten encontrarse regularmente con figuras políticas de ambos partidos. Esta fue, de hecho, la tercera reunión del presidente Obama con el líder espiritual exilado, aunque, notablemente, tuvo lugar en su mayor parte a puertas cerradas.
¿Cómo llegamos aquí?
El Occidente se abrió a China a pesar de su penoso historial en derechos humanos, basándose en la idea de que las economías liberalizadas creaban gobiernos liberalizados. En su mayor parte, la teoría tiene sentido, al volverse los países más prósperos, ellos tienden a volverse más democráticos. Esta lógica allanó el camino para la entrada de China en la Organización Mundial de Comercio (OMC) en 2001. Ese mismo año, los Estados Unidos le otorgaron a China el estado de nación más favorecida en el comercio. Más recientemente, Europa suavizó las restricciones de visa para los viajeros chinos y sus frondosas billeteras.
Aunque las violaciones de los derechos humanos continuaron teniendo lugar en todo el país, el Occidente estaba dispuesto a hacer la vista gorda, con la idea de que, con tiempo, las cosas mejorarían.
Hay un ángulo comercial para esto también. El ascenso de China en la OMC significa una corriente de inversión extranjera para el país. Pronto las fábricas chinas estaban produciendo grandes cantidades de las mercancías del mundo, desde baratas chucherías de plástico hasta los enormemente populares iPhone de Apple. Muchos de estos productos usaban materiales cuyo origen es el Tíbet, una región que las compañías chinas han devastado por las materias primas. Hasta hoy muchas empresas, no vigilan sus cadenas de suministro chinas, ni aseguran que ellas indirectamente no apoyan la represión de los derechos humanos tibetanos.
Las violaciones de los derechos humanos continúan en el Tíbet
La fría y dura verdad es que la inversión internacional no hizo a China más democrática. Mientras los economistas y los académicos esperaban que el boom económico de China resultara en más libertades políticas, aquellos de nosotros que prestamos atención al Tíbet, Turkestán del Este y Mongolia Interior vimos cosas diferentes. Nos dimos cuenta de la creciente migración de chinos han (la mayoría ahora en las tres regiones), las crecientes restricciones sobre el idioma y la cultura nativos, y la mayor vigilancia en monasterios e instituciones locales. El gobierno chino pareció menos dispuesto a entablar diálogo con activistas o líderes, incluido el Dalai Lama. Ahora, el país usa su nuevo poder económico para marginarlo incluso más.
De hecho, hoy la situación en el Tíbet está empeorando. Los tibetanos están siendo arrojados a la cárcel por luchar por el derecho a aprender su idioma, poseer una foto del Dalai Lama o criticar al gobierno chino de cualquier manera.
Eso es por lo que Freedom House, en su más reciente informe, citó al Tíbet como el segundo país menos libre del mundo, sólo detrás de Siria. El espacio para el disenso es tan pequeño que los tibetanos han comenzado a autoinmolarse para protestar contra el gobierno chino. Se estima en 145 tibetanos los que se han prendido fuego desde 2009, a menudo con mensajes pidiendo por la libertad o el retorno del Dalai Lama.
Es tiempo de poner los derechos humanos por encima de las ganancias. Es tiempo para que las empresas, los gobiernos y los líderes extranjeros se levanten no sólo por los tibetanos, sino por los incontables activistas, minorías y disidentes que enfrentan la represión en toda China hoy. Esperar pacientemente por un cambio, mientras la alguna vez rica y vibrante cultura es hecha pedazos, y el frágil paisaje destruido, no es más una opción.-