The Diplomat | 30 de setiembre de 2015 | Por Tenzin Norgay
Cincuenta años después de la creación de la Región Autónoma del Tíbet, es tiempo para el Tíbet de tener una verdadera autonomía
A principios de este mes, Beijing celebró el quincuagésimo aniversario del establecimiento de la Región Autónoma del Tíbet con un espectáculo masivo en Lhasa, diseñado para exhibir su poderoso control sobre el Tíbet. La propuesta del Dalai Lama por un acuerdo renovado sobre autonomía fue firmemente rechazada a comienzos de año por ser una independencia disimulada. Manteniendo una postura absoluta de unidad forzada como la única opción, Beijing declaró la autonomía del Tíbet como un éxito. Esto plantea dos cuestiones: primero, qué aspecto de la autonomía es discutible para los tibetanos y, segundo, por qué podría seguir siendo la autonomía verdadera una solución para la relación sino-tibetana.
Desde el principio, se necesita reconocer que ver la autonomía como un derecho legal es engañoso, ya que el concepto de autonomía no pertenece ni al derecho internacional ni al constitucional. Invariablemente, las normas internacionales son la métrica con la que es medido el reclamo de un Estado que le ha concedido autonomía a sus minorías. El profesor Hurst Hannum, una distinguida autoridad sobre autonomía y autodeterminación ha denominado un criterio en cuanto a que un territorio completamente autónomo posee un cuerpo legislativo localmente elegido, y los poderes ejecutivo y judicial independientes. Las palabras operativas aquí son “poderes independientes.” En el sistema autoritario de China con un poder centralizado, la devolución del poder a los gobiernos de las minorías es sofocada por una falla estructural. Para la autoridad central, que goza en extremo de amplios poderes, conceder poderes independientes para la autonomía regional está fuera de cuestión.
Segundo, el derecho a participar en el gobierno es estipulado por la ley de China así como establecido en el derecho internacional. Sin embargo, tanto en la ley como en la práctica, las minorías étnicas de China tienen poca oportunidad de participar en el gobierno de un modo significativo. La irracional limitación del poder del gobierno central a sus minorías regionales, entre ellas las áreas tibetanas, es discriminatoria en la práctica. Esto es evidente en el hecho de que el Congreso Nacional Popular aplica un nivel adicional de aprobación sobre el poder legislativo en las áreas minoritarias, mientras que las legislaturas provinciales han necesitan un único informe. Esta condición significa que las leyes aprobadas por los gobiernos regionales son discutibles. La prescripción constitucional del partido para forzar la unidad mata la autonomía en todos sus matices. La falta de grupos de derechos humanos importantes en China, agravada por la discriminación política y la marginación de los gobiernos regionales, reduce el reclamo de la autoridad central de que los derechos políticos están garantizados, a una ficción. El ejercicio del partido de un control político draconiano sobre el Estado entero deja poco espacio para un verdadero autogobierno.
Tercero, la aspiración que una gran mayoría de tibetanos tiene sobre una mayor autonomía significa tener la última palabra sobre sus vidas, sin poder de veto de Beijing a menos que la integridad territorial esté en juego. Se debe reconocer que los tibetanos están bien representados tanto en el gobierno central como a nivel local; sin embargo, también es verdad que la representación sin poder es insignificante. En China, los tibetanos como una minoría suman menos del 1% de la población, pero ellos ocupan más de un cuarto de la tierra. Por eso, la cuestión clave es si se les ha dado a ellos suficiente poder para sentirse seguros de perpetuar sus valores. La resistencia tibetana regularmente desafía las inequidades del racismo chino, patrocinadas tanto por el Estado como por la sociedad. En su investigación sobre asuntos raciales en China, el profesor Grey Tuttle de Columbia, encontró que el racismo está profundamente arraigado. Ya que el nacionalismo racial juega un rol crucial en la consolidación del control de Beijing sobre el Tíbet, las políticas de línea dura de la autoridad central son una expresión de prejuicios étnicos inculcados y de racismo, en el centro de la sociedad china contemporánea.
Una autonomía ejemplar debería ser específica y apropiada a las necesidades del grupo dentro del Estado, dentro del contexto de una compleja historia que abarca siglos. En el lejano oeste de China, esa historia revela la subordinación y la incorporación del Tíbet a la China imperial, lo que el partido comunista institucionalizó en el Estado bajo la doctrina marxista-leninista de nacionalidad.
El acuerdo bilateral similar a un tratado de 1951 garantizaba la autonomía para el Tíbet en la República Popular. Repitiendo la garantía táctica del partido comunista al derecho del Tíbet a escindirse en 1931, el acuerdo de los 17 puntos fue unilateralmente declarado desierto, seguido por políticas destructivas como el Gran Paso Adelante y la Revolución Cultural en el Tíbet. Independientemente que Beijing haya alterado el acuerdo de los 17 puntos, este sigue siendo la base legal para la autonomía tibetana en China.
En los últimos años, ha habido una avalancha de indicaciones señalando una nueva evaluación de las políticas preferenciales de China hacia las minorías. Por más de una década, influyentes gurús políticos de Beijing como Ma Rong y Hu Angang debatieron por el fin de políticas diseñadas para, efectivamente a través de una ingeniería social convertir a los tibetanos en chinos. Zhu Weiqun, el principal interlocutor de China con los enviados del Dalai Lama, respaldó tales reformas en 2012. En un Estado políticamente predecible como China, se creyó mayoritariamente, que este respaldo podría augurar políticas positivas para las minorías. Sin embargo, es muy dudoso que esto solo remueva los problemas étnicos. El punto crucial de este problema es la paz y la justicia.
China hoy es una potencia reconocida. El panorama político internacional es también diferente al que había en la fundación de la República Popular China en 1949. Ningún observador razonable cree que los tibetanos supongan una amenaza real para la integridad territorial de China. Sin importar las polémicas que describen a los autoinmolados tibetanos como psicóticos, el Estado debería reconocer que la continuidad de la serie de autoinmolaciones es un grito por el cambio. China puede realizar ese cambio si respeta el derecho de los tibetanos a seguir siendo diferentes. Por su propia imagen global, postura moral y legitimidad, Beijing necesita llevar a término, décadas de negociaciones sobre la autodeterminación tibetana. Cuando el octogenario Dalai Lama deje la escena, ni Beijing ni la nueva generación de líderes tibetanos serán capaces de frenar el fantasma del nacionalismo, el que podría alimentar un conflicto mutuamente destructivo.-
Tenzin Norgay es un miembro de alto nivel del Instituto de Política del Tíbet. Se especializa en las relaciones Estado-Minorías y las negociaciones Sino-Tibetanas.