East Asia Forum (Australia)
19 de abril de 2015
Por Robert Barnett
El último encuentro de las autoridades chinas con los representantes de la dirigencia tibetana en el exilio fue hace cinco años. Desde entonces, no se ha logrado ningún avance hacia una resolución de la disputa entre China y el Tíbet. Mientras tanto, han continuado las protestas contra el régimen chino, con más de un centenar de autoinmolaciones por parte de los tibetanos. El gobierno chino ha respondido con controles más estrictos sobre el movimiento, el culto, la expresión y la información en las zonas tibetanas, junto con mayores mecanismos de vigilancia. Pero la razón de la imposibilidad de resolver el problema no es debida a las tensiones sobre el terreno. Es debida a la incapacidad de las dos dirigencias de ponerse de acuerdo sobre lo que es el tema.
Hay dos visiones principales sobre la situación del Tíbet. Una la ve como una cuestión de una minoría, donde las inequidades estructurales en la sociedad han sido exacerbadas por problemas de diferencias religiosas y tensiones económicas. Los funcionarios chinos tradicionalmente adoptan esta visión, agregando que estas tensiones han sido exageradas por agitadores del exterior.
La otra perspectiva, que a menudo se encuentra entre los tibetanos y occidentales, ve al Tíbet como una nación anexada por un gran vecino que niega su historia. Expresar esa visión en China probablemente lleve al súbito final de cualquier conversación, si no a una visita de la policía. La desconfianza mutua entre quienes sustentan estas dos visiones inhabilita cualquier conversación entre ellos.
Ambas partes tienen una evidencia razonable para respaldar sus perspectivas. El punto de vista de la tensión étnica es apoyado por el hecho de que en los siglos 13, 18 y 19, los tibetanos fueron vistos por la corte imperial de Beijing como sus súbditos. Hoy, solo son un 0.4% de la población de China, y más del 80% todavía vive en el campo (la cifra en China como un todo es más cercana al 50%).
Los mejores informados entre quienes sustentan este punto de vista reconocen que el Tíbet enfrenta una seria tensión sobre su cultura e idioma por la migración interna y el rápido desarrollo. Pero ellos ven esto como similar al predicamento enfrentado por la mayoría de las minorías y el resultado de un desarrollo o una competencia desigual en el mercado. Esto es complicado en el caso chino por las limitaciones impuestas sobre la cultura, la religión y la expresión, pero todavía encaja en gran medida con el modelo estándar del descontento étnico.
Sin embargo, de otro modo, la situación del Tíbet difiere de las cuestiones de las minorías de ese tipo. Durante la mayor parte de principios de siglo 20, si no antes, la mitad de la meseta tibetana constituyó en la práctica, una nación separada, firmante de un tratado. Tenía su propio gobierno y sistema social, y había producido una vasta y distintiva literatura que es parte destacada del patrimonio mundial, de la que todos los tibetanos son conscientes. Pocos chinos habían estado siquiera en la región tibetana antes de que Mao Zedong enviara su ejército a tomarla durante 1950, e incluso hoy hay pocos chinos que puedan hablar o leer el tibetano.
Para Beijing el Tíbet tiene otras características especiales. Es un área estratégicamente significativa que representa un cuarto del actual territorio de China. Se ubica entre tres potencias nucleares, dos de las cuales –India y China- están involucradas en un enfrentamiento militar de larga duración en la frontera tibetana. Además, la meseta tibetana contiene las fuentes de los ríos que abastecen a la mayoría de China y gran parte del sur y sudeste de Asia.
La cuestión del Tíbet es también inusual en otro aspecto: comparada con los largos conflictos como el de Palestina, Chechenia y Darfur, el nivel de violencia es excepcionalmente bajo. Durante fines de los 50 y los 60, cuando las guerrillas tibetanas luchaban contra las fuerzas chinas, murieron decenas o cientos de miles. Pero en los últimos 40 años el conflicto ha tomado la forma de protestas callejeras, intercaladas por seis o siete ocasiones de disturbios urbanos. Solo 20 chinos murieron por la violencia política a manos de tibetanos en estas cuatro décadas, la mayoría en un brutal incidente en 2008. Aproximadamente 300 o 400 tibetanos han sido asesinados en el mismo período.
Esta baja incidencia de violencia es debida en buena parte a la insistencia del Dalai Lama y es probable que se revierta después de su muerte. Pero es uno de los varios indicadores de que todavía es factible una resolución. Cada lado tiene un líder indiscutido que podría firmar un acuerdo, el lado más débil ha estado de acuerdo por mucho tiempo en la necesidad de un compromiso, y los dos lados están –en principio- discutiendo solo por una cosa: qué grado de autonomía deberían disfrutar los tibetanos. Además, los asuntos de discriminación en el Tíbet son menores, comparados con aquellos en zonas de conflicto de todo el mundo. Estas son las marcas de una disputa que está –por el momento- dentro del alcance de una solución política.
En 2018, cuando la actual dirigencia china entre en su segundo término, probablemente habrá acabado con muchos grupos de presión contrarios, y barrido con el pesado legado de la era política de Hu Jintao. Tendrá nuevos y jóvenes líderes quienes han sido preparados para el puesto, dándoles una mano más libre si deciden introducir reformas. Este es el escenario al que los tibetanos exilados están apostando como su mejor esperanza para una solución.
Pero muchos factores dificultan una solución. La mayoría de los gobiernos han echado a perder su manejo ante el estilo de diplomacia de China y han perdido la pequeña ventaja que tuvieron una vez para impulsar un acuerdo negociado. Ahora, solo Estados Unidos, India y Taiwán tienen todavía una chance de influir en este asunto. El éxito del Dalai Lama al obtener el apoyo del mundo desde la década de los 80, llevó a tres rondas de conversaciones preliminares con China, de 2002 a 2010. Pero a él le queda poco tiempo (cumplirá 80 este año), urgentemente necesita encontrar líderes que lo sucedan, y ha vacilado en temas recientes como las autoinmolaciones, a las que fracasó en ponerles un alto.
El lado chino enfrenta obstáculos más grandes, tales como el conservadurismo afianzado dentro de la burocracia. Tiene una larga historia en introducir políticas que empeoran en lugar de atenuar las relaciones con sus principales minorías. Pero es necesario evitar lo que sea que pueda verse como una concesión a una presión de fuera.
Sin embargo la estrategia subyacente de China en el Tíbet está comenzando finalmente a mostrar señales de éxito. Durante 30 años Beijing ha estado vertiendo dinero en infraestructura y en el crecimiento económico allí, esperando que esto pudiera llevar a los tibetanos a invertir también en la economía y ver el riesgo de participar en un conflicto político. Muchos tibetanos urbanos son ahora prósperos, y los ingresos rurales están comenzando a crecer. El dividendo político de este crecimiento económico es probable que sea a corto plazo, pero demorará y desanimará cualquier movimiento hacia un acuerdo por parte de Beijing.
A pesar de estos obstáculos, la dirigencia china bien podría decidir que una solución negociada para el problema tibetano está en sus intereses. Pero para que esto sea exitoso, los líderes tibetanos y chinos necesitarán reconocer los puntos de vista de unos y otros sobre la situación tibetana, tanto como un sitio de tensiones étnicas como un lugar con un pasado singular y distintivo.-
Robert Barnett es el director de Estudios Tibetanos Modernos de la Universidad de Columbia, Nueva York. Este artículo es parte de una serie del Foro del Este de Asia de la Universidad Nacional de Australia