The New York Times | OpEd article
por Xu Zhiyong
12 de diciembre de 2012
Beijing–Alrededor del mediodía del 19 de febrero, Nangdrol de 18 años, se prendió fuego cerca del monasterio de Zamthang en la ciudad de Barma en el noreste del Tíbet. En una nota que dejó, él escribió: “Me voy a prender fuego por el beneficio de todos los tibetanos”. Refiriéndose a la mayoría china Han, como “demonio” agregó, “es imposible vivir bajo la ley del mal, imposible soportar esta tortura que no deja cicatrices”.
Durante los últimos tres años, cerca de 100 monjes y laicos tibetanos se han prendido fuego; 30 lo hicieron entre el 4 de noviembre y el 3 de diciembre. El gobierno chino está buscando detener esta ola de inmolaciones deteniendo a tibetanos que acusa de ser instigadores. Mientras tanto, la tortura sin cicatrices continúa.
Visité el lejano oeste de China por primera vez hace 21 años con amigos de la universidad. Entonces al menos lucía pacífico, pero ahora, tristes noticias llegan diariamente. Cuando retorné en octubre, un joven monje me invitó a visitar su monasterio. Pasando un puesto de control con un cartel rojo donde se leía “Mantenimiento de Estabilidad Pide Rápida Respuesta en Emergencias”, él me dijo cuanto odiaba la mirada de los soldados armados.
Debido a que un camino estaba cerrado por construcciones, tuve que esperar hasta la noche para enganchar un viaje a Barma, donde Nangdrol había vivido, a unas 30 millas. Yo era el tercer pasajero en el auto; los otros dos eran jóvenes tibetanos.
¿Son ustedes budistas?” les pregunté. Uno de ellos me mostró un colgante con la foto del Dalai Lama que sacó de su pecho. “Él es nuestra verdadera Santidad”, dijo
“¿Has escuchado acerca de las autoinmolaciones? ¿Quemarse uno mismo? Pregunté vacilante, abordando el tema finalmente.
“Discúlpenme, ¿pero ustedes odian a los Han?” Les pregunté porque Nangdrol había usado los términos “demonios Han” en su nota suicida. Ellos habrían escuchado sobre Nangdrol. Cuando les dije que estaba allí para visitar a los padres de Nangdrol para expresarles mi tristeza, ellos me dijeron más.
Dijeron que habían estado en el lugar, como cientos de tibetanos han hecho. La gente había dispuesto carpas blancas en la intersección donde él murió. “Él es nuestro héroe” dijo uno.
Estaba oscuro cuando arribamos a Barma. En un poste de luz, uno de mis compañeros pasajeros le preguntó a un hombre por la dirección pero se despidió con la mano. En un cruce de caminos, él les preguntó a dos hombres en moto y estalló una discusión. Un monje vino a la ventanilla a examinarme.
“Perdón” dijo mi compañero pasajero, “ellos me están regañando por traerte aquí”. Una minivan se acercó. Dos hombres saltaron de ella y lo reprendieron con indignación. El miedo y la hostilidad envolvían el lugar en la noche.
“Nosotros somos tibetanos” dijo de pronto y dejamos Barma en silencio para pasar la noche en un pueblo cercano. “Somos budistas, pero no podemos ir a Lhasa sin un permiso”. Años atrás, podías ver muchos tibetanos en su peregrinación a Lhasa, pero ya no.
Al día siguiente, retorné a Barma. Le pregunté a un joven monje, en su camino a buscar agua, sobre Nangdrol. Él me llevó a un callejón donde un monje de mediana edad estaba sentado en una esquina con sus piernas cruzadas. Ya que yo no tenía una foto de Nangdrol conmigo, él dijo que no podía ayudarme.
Un monje adolescente preguntó a varios de sus pares pero no consiguió respuestas. Los transeúntes negaron con sus cabezas. En una construcción, nadie había oído sobre él tampoco. En la escuela elemental le pregunté a un soldado armado que vigilaba una puerta. Había leído que Nangdrol era estudiante. El soldado sugirió que probara en el siguiente complejo donde una bandera china volaba, pero la gente me dijo que en la ciudad no había escuela secundaria.
El camino de regreso a Barma fue abierto solo desde el mediodía hasta la 1 p.m. Tenía que partir. A lo largo de un arroyo, una hilera de álamos disfrutaba el sol dorado, y un grupo de jóvenes monjes en túnicas carmesíes estaban celebrando una clase. De mala gana me subí a un taxi. Había estado en muchos lugares a lo largo de los años pero nunca me sentí tan perdido.
Detuve al taxista alrededor de una milla calle abajo cuando pasamos por una aldea con una pendiente. Después de mis repetidos ruegos, el dueño de un comercio en el camino, me dio indicaciones sobre la casa de Nangdrol. Arriba, en la ladera, una pareja de ancianos señaló la casa.
Era una pequeña casa de adobe, con banderas de oración volando en uno de los lados de la propiedad. La puerta de hierro estaba cerrada.
Una mujer de mediana edad con un niño, que pasó caminando, dijo que había conocido a Nangdrol. Sus padres ahora viven en una granja de ganado lejos, dijo. El día de su muerte, él vestía ropas nuevas, y estaba recién bañado, con un nuevo corte de pelo. Le preguntó a la gente si era guapo.
No sabía cómo más expresar mi pésame. Le pedí a la mujer que le diera 500 yuanes (usd80 aprox.) a los padres de Nangdrol, haciéndoles saber que un chino Han había ido a expresar sus respetos.
Lamento que nosotros los chinos Han hayamos estado en silencio mientras Nangdrol y sus compañeros tibetanos está muriendo por libertad. Somos víctimas nosotros mismos, viviendo alejados, en luchas internas, odio y destrucción. Nosotros compartimos esta tierra. Es nuestro hogar compartido, nuestra responsabilidad compartida, nuestro sueño compartido, y será nuestra liberación compartida.-
Xu Zhiyong, es abogado y defensor de los derechos humanos, es fundador de Gongmeng, Iniciativa de Constitución Abierta.